AIRE
































La velocidad de las pérdidas
Sobre la muestra Aire, de Eugenia Ryan


El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar […] No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado, consabido.
María Zambrano, Claros del bosque

Las imágenes tienen su propia lógica de aparición y desaparición. Amenazadas por un cambio de estado inminente, pueden evaporarse, cristalizarse, velarse, fusionarse, condensarse, desvanecerse. La nitidez de un recuerdo se escabulle para regresar intempestivamente desde fondos vacíos trayendo consigo otros disfraces, noticias de viajes remotos, fragmentos de sitios que ninguna arqueología oficial albergará en sus anaqueles porque pertenecen al ámbito de las arqueologías afectivas, privadas.

Eugenia Ryan  elige capturar ciertas imágenes y acudir a técnicas específicas que señalan la evanescencia del instante, la velocidad de las pérdidas: los últimos rayos de sol filtrándose en la cima de una arboleda, los reflejos mortecinos de la luz sobre un charco después de la lluvia, el recurso del transfer que aumenta la lejanía con la imagen original – en su traspaso de un soporte a otro la imagen abandona partes de sí, algunos sectores enmudecen de manera irremediable, otros no vuelven a encajar-.

La predilección por los soportes frágiles, o soportes “con memoria”, como el papel de calcar, el liencillo que no oculta las arrugas de antiguos dobleces, el calado que extirpa físicamente un tramo de la imagen, vuelve a poner énfasis en la presencia ineludible de la huella; mientras el rastro posee una corporeidad cada vez más visible, las cosas (bosque – avión – árbol – ser humano) se ralentizan y opacan, pierden sus conexiones vitales, se desfasan de sus contextos y comienzan a habitar un tiempo donde la soledad es reina y los sonidos son murmullos a veces sórdidos y otras, apenas gesticulaciones y frases dislocadas.

La narración actúa entonces como quien se interna en un bosque extenso y deambula sin rumbo fijo, merodea el mismo árbol una y otra vez, reconoce algún tramo del camino  para luego olvidar que ya estuvo allí, avanza con la memoria de otros bosques a cuestas. De pronto arriba a un claro. Se detiene. La mirada se despeja por unos instantes. Respira. Allí el aire es más diáfano. Respira más hondo. El aire es demasiado puro y se marea. Cierra los ojos y las imágenes del bosque recorrido se superponen en fragmentos que provienen de épocas diferentes. El claro está lleno de bosque.


Verónica Gómez


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